Wednesday, August 18, 2010

Recuerdos veraniegos (y III)

Acabo esta breve serie de recuerdos veraniegos haciendo referencia al que fue, sin duda, el verano más complicado de mi adolescencia. Mi padre había muerto en un "accidente" de aviación en febrero de 1985. Tenía yo por tanto 16 años. Esas vacaciones nos fuimos a Somballe, el pueblo natal de mi abuela materna. Bueno, habría que decir más bien la aldea natal, porque aquello más que un pueblo era, y supongo que sigue siendo, una aldea. Entonces no había ni luz eléctrica en la calle. Y la casa donde nos alojamos, propiedad de un primo hermano de mi madre, no contaba con WC. Eso sí, tenía un establo la mar de majo...

Aun así, recuerdo con mucho cariño ese mes que estuvimos en tierras cántabras. El único altercado lo tuvimos con dos batasunos que eran los respectivos maridos de dos mujeres de una de las familias de allá, pero prefiero no entrar en esa cuestión.

Somballe era el sitio ideal para descansar, desconectar del mundo y dedicar el día a pasear por los verdes campos donde pastaban las vacas. Si en mi primer escrito sobre recuerdos veraniegos hablé de los paseos que me di con mi abuelo Luciano por Santander, ni os cuento los que me pude dar con él en aquel verano. Había una zona de pastos que estaba al final de un camino por el que no había vehículo que pudiera andar y que acaba en una colina suave a la que cubría la niebla en un abrir y cerrar de ojos. Raro era el día en que no subíamos allá. Lo difícil no era tanto el subir como el bajar, pues como te embalaras un poco cuesta abajo, podías acabar realmente mal. Gracias a Dios no sufrimos ningún percance.

De hecho, nuestra presencia fue providencial pues uno de los días en que andábamos recorriendo una de las praderas, vimos una humareda bastante grande a unos cientos de metros. Mi abuelo y yo nos dirigimos allá y vimos a un hombre el que se le estaba yendo de las mano la quema de hojarasca. Con nuestra ayuda se pudo evitar que aquel fuego fuera a más.

Entre la familia de mi abuela en Somballe había uno de sus sobrinos que se dedicaba a hacer todo tipo de artilugios de madera. Desde las albarcas que hacían las veces de calzado hasta bien entrado el siglo pasado hasta cestas en las que colocar la comida con la que los pastores se iban a controlar las vacas que vivían fuera de los establos. Hace unos pocos años que me enteré de su muerte y me temo que aquel oficio-hobby que él desempeñaba desapareció con su fallecimiento.

Mi tío Luciano, que falleció de cáncer el año pasado, vino a pasar con nosotros los días finales de aquel verano en la montaña cántabra. Me contó las cuitas y aventuras que había disfrutado allá en sus tiempos mozos y la verdad es que disfruté mucho de su compañía.

Espero no irme con el Señor sin volver a visitar aquella aldehuela cercana a Reinosa donde mi abuela María vino al mundo. Ojalá mis hijos puedan acompañarme. Al fin y al cabo, una parte importante de su historia familiar reside allá.

Paz y bien,
Luis Fernando

Sunday, August 15, 2010

Recuerdos veraniegos (II)

En este ejercicio de rebobinación de la vida, cual si fuera una cinta de casette de las de antes, que me lleva a las vacaciones veraniegas de mi infancia y adolescencia, se me entrecuzan multitud de anécdotas más o menos graciosas y alguna cuasi-trágica.

Por ejemplo, tendría yo unos 11 años cuando fuimos por segundo año consecutivo a veranear a Torrevieja. Playa aparte, una de las cosas que más me gustaba de aquellos veranos era los paseos que nos dábamos por la tarde toda la familia. Aquel año se vinieron con nosotros mi abuelo y mi tía paterna, que además era mi madrina. Soltera ella, hoy vive con nosotros y, si no pasa nada raro, así será durante los últimos años de su vida. El caso es que muchos de esos días de paseo acababan en la terraza de un bar tomándonos las típicas cervezas y coca-colas con alguna ración de sardinas o patatas al ali-oli.

El año anterior habíamos descubierto un bar donde esas patatas las hacían asadas y estaban de muerte, de tal manera que yo las devoraba cual si fuera un niño malnutrido del África subsahariana. Pero al regresar doce meses después, los dueños habían cambiado y se acabaron aquellas patatas para mayor desconsuelo de todos, y sobre todo mío. Sin embargo, tenían unos caracoles deliciosos que sirvieron para que se nos pasara el enfado de la ausencia patatera. En esas estábamos cuando un día se me ocurrió hacer una gansada. Sin que mi madre y mi tía se dieran cuenta, cada vez que yo cogía un caracol y vaciaba su contenido en mi boca, en vez de dejar la cáscara en el plato destinado a las mismas, lo volvía a poner junto con al resto de camaradas gasterópodos. Entonces tanto madre como madrina empezaron a encontrarse con caracoles vacíos. Al rato se quejaron al camarero, quien se extrañó mucho de lo que ocurría. Yo, por supuesto, callado como una tumba pero con una juerga interior considerable. Finalmente, mi madre logró que nos pusieran otra ración sin cobrarla. Yo podía ser un tanto guasón, pero de tonto no tenía un pelo, así que opté por no repetir la jugada.

El problema es que cuando llegamos a casa y mi madre se puso a comentar lo ocurrido, yo ya no pude resistir y empecé a reírme cosa mala. Cuando les conté lo que había hecho, a mi padre le dio también un buen ataque de risa pero inmediatamente me dijo que tenía que volver al bar a pagar la ración de caracoles que nos había salido gratis. Eso ya no me hizo tanta gracia, aunque me armé de valor y me fui con el dinero a cumplir el mandato paterno. Gracias a Dios, el camarero se tomó a bien la bromita del nene y todo quedó en eso.

Recuerdo otras anécdotas menos gratificantes. Por ejemplo, estando en Cullera un verano fuimos bastantes días a la feria. Yo era un auténtico experto en la conducción de los coches de choque, así que disfruté como un enano tanto pegándome trompazos con el personal como evitando todo toque. Ahora bien, lo "malo" vino cuando un día mi madre se gastó unos duros en una de las tómbolas allá presentes. Hete aquí que le tocó un sobre con un gran premio. Yo estaba ilusionadísimo pensando que nos podía salir el coche teledirigido cuando, desgracias del destino, nos dieron un "set de la señorita Pepis", lleno de todo ese tipo de cosas que le encantan a las crías para vestir y maquillar a sus muñecas. Debí poner tal cara que a mi madre le entró tal ataque de risa que se le saltaron hasta las lágrimas. No me pregunte el lector dónde acabó lo de la señorita Pepis porque no me acuerdo. Supongo que se lo acabarían regalando mis padre a mi prima Sofía, pero no estoy seguro.

Acabo hoy con una anécdota "violenta". No me acuerdo bien la edad que tenía pero sí sé que estábamos en una de las playas de Valencia. No veraneábamos allá pero aquel día habíamos visitado la capital levantina para ver a unos amigos de mi padre. Tras zamparnos una buena paella en un chiringuito playero, me dediqué un rato largo a jugar con la arena. Me gustaba hacer castillos y luego me inventaba ejércitos que los asediaban y destruían a base de bolazos de arena húmeda. Cuando me cansé de conquistar imperios arenosos, fui a preguntarle a mi padre cuánto faltaba para que nos fuéramos a casa. Él pensó que le estaba preguntando cuánto faltaba para poder bañarnos -guardábamos dos horas sin meternos en el agua tras la comida para evitar cortes de digestión- y me respondió. "veinte minutos". Mi respuesta inmediata fue: "halaaaa, bestia", pensando que nos íbamos a ir enseguida sin bañarnos. Ante semejante reacción por mi parte, recibí un bofetón de esos que dejan huella. Yo jamás faltaba al respeto a mis padres y aunque aquel "bestia" me salió del alma, puedo asegurar que fue la primera y última vez que yo dije algo incorrecto de mi padre. Cuando me preguntó porqué le había dicho eso, aclaramos el malentendido y esa tarde él estuvo más cariñoso conmigo que de costumbre.

To be continued...

Luis Fernando Pérez

Friday, August 13, 2010

Recuerdos veraniegos (I)

A lo largo de mis 41 años de vida, que ya empiezan a pesar lo suyo, he disfrutado o sufrido de muy distintos tipos de vacaciones veraniegas. Durante mi infancia y adolescencia consistían básicamente en ir a la costa mediterránea con mis padres, siempre acompañados de otros familiares -sobre todo abuelos paternos- o amigos. Cullera, Torrevieja, cuando todavía no estaba invadida por chalets playeros, y Tarragona son los destinos de los que tengo una memoria más viva. Como quiera que mi padre siempre cogía el mes de julio, podíamos disfrutar de unas playas no tan masificadas como en agosto. No nos gustaba estar rodeados de sopotocientas personas que luchaban por encontrar su medio metro cuadrado para clavar la sombrilla de verano, así que tendíamos a ir prontito a la playa y a volvernos cuando llegaba la masa.

Supongo que es normal que las vacaciones sean fuente de imágenes que quedan en la retina de la memoria para siempre. En esta primera entrega de recuerdos veraniegos, hablaré de las de esos personajes que, si uno tiene la suerte de haber convivido con ellos, suelen adornar la infancia de gratos momentos: los abuelos.

Por ejemplo, ahora mismo me veo a mí mismo sentado en la parte de atrás de nuestro R-6 dándole la paliza a mi abuelo Juan durante nuestro viaje a algún lugar de la costa levantina. Como el buen hombre tenía algo de papada flácida, cada cierto tiempo yo le daba un tirón a la misma, sobre todo si veía que se amodorraba y amenazaba con echar una cabezada. ¿Y qué no decir de los toros de Osborne en las carreteras? Era ver uno y allá dirigía yo la cabeza del padre de mi padre. Me acuerdo de un viaje en que competimos para ver quién veía antes los toros.

Ya en el destino, me dedicaba buena parte del verano a jugar con él a las cartas y al dominó. Es una lástima que no hubiera pensado entonces en ello, pero si me hubiera dedicado a copiar por escrito la cantidad de ripios que salían de su boca cada vez que jugábamos, hoy tendría una colección magnífica de los mismos. Mi abuelo Juan era una enciclopedia andante del madrileñismo de pura cepa. Es más, se me crea o no, él tenía el verdadero acento chulapo, que hoy sólo existe cuando se imposta.

De Luciano, mi otro abuelo, que gracias a Dios todavía vive a sus 97 años, también tengo gratos recuerdos. Sobre todo del verano que me fui con él y mi abuela materna a Santander. Tenía yo 10 años y se dio la circunstancia de que durante los primeros 20 días nos acompañaron unos vecinos de su casa en Conde de Peñalver, que a su vez iban con una nieta de mi misma edad. No diré que me enamoré de aquella chiquilla, porque los diez años no es una edad en la que uno se enamore, pero sí que me acuerdo lo jorobado que me quedé cuando se fueron. Así que aunque aquello no fue el típico enamoramiento veraniego adolescente, me gusta recordarlo como mi primer amor. Y el caso es que ni me acuerdo de cómo se llamaba.

Decía que guardo imágenes de mi tiempo con mi abuelo materno. Las caminatas a su lado eran algo digno de tener en cuenta. No he conocido a nadie en toda mi vida al que le guste andar tanto como a él. Y aunque yo nunca he sido muy andarín, no podía sustraerme a su afición a dar largos paseos. En Santander había, y supongo que sigue habiendo, un faro al que se llegaba dejando a un lado el campo de fútbol del Sardinero -al menos yendo desde nuestro apartamento- y subiendo un camino que recuerdo un tanto empinado. Si no fuimos 3 ó 4 veces a ese faro en ese verano, no fuimos ninguna.

Con todo, lo que más recuerdo de aquel verano fue cuando mi abuelo me llevó a ver las traineras en la ría de Astilleros. Yo no sé quién disfrutó más, si el abuelo o el nieto, pero esa tarde nos la pasamos pipa viendo como vascos y cántabros competían entre sí. Por cierto, desde uno de los puentes sobre la ría se veía San Salvador, el pueblo natal del padre de mi madre. No hace falta que diga que el buen hombre dedicó bastante tiempo a explicarme cómo fueron allá sus primeros años de vida. Aquel día también escuchamos a un grupo que cantaba montañesas, alguna de las cuales resuena de vez en cuando en mi cabeza. No en vano, la mitad de mi sangre es cántabra y ya se sabe que la cabra tira al monte.

Curiosamente los bolos no estuvieron apenas presente en aquel verano. Y ya es raro porque mi abuelo tenía su casa en Madrid llena de copas de sus participaciones en torneos de ese deporte tan típico de Cantabria.

Basta por hoy. Recordar buenos tiempos es algo siempre agradable, pero al mismo tiempo me produce cierta nostalgia porque sé que ya no se volverán a producir. Vendrán otros, incluso mejores, pero serán distintos.

Luis Fernando Pérez Bustamante

Tuesday, August 10, 2010

El paletismo hispano vuelve a las andadas

Si alguno pensaba que las escenas de "Bienvenido, Mr. Marshall" de García Berlanga eran cosa de un pasado lejano e irrepetible en España, estos últimos días habrá tenido que reconocer su error de cálculo. Ha bastado que la mujer del presidente de los Estados Unidos se presentara aquí con una de sus hijas a pasar unos días de vacaciones, para comprobar que por mucho que Zapatero se empeñe, hay cosas que en este país no cambiarán jamás.

A mí me ha parecido dantesco el espectáculo de los medios de comunicación yendo detrás de la señora Obama, cual si fueran muertos de hambre detrás de una dama rica en busca de que les dé un dólar para comprarse una barra de pan. Yo entiendo que en agosto hay pocas noticias interesantes, pero es patético que gran parte de los telediarios de todas las cadenas se nutrieran sobre todo de lo que Michelle y su nena hicieron o dejaron de hacer.

¿Y qué decir del pueblo llano al que ponían una cámara delante? Pues ocurrió lo que tenía que ocurrir y llegó la catarata de típicos tópicos: "Es muy amable la buena mujer", "la niña, monísima", "pues a nosotros nos regaló muchas sonrisas", "¿viste las gafas de sol que se compró?". Sólo nos falta que aparezcan los carteles "Michelle Omaba estuvo aquí".

Luego están los que se dedican a asegurar que el turismo se verá muy beneficiado por esta estancia de la Primera Dama en las costas españolas. Yo más bien pienso que pocos estadounidenses decidirán venir a ver España porque la señora Obama nos haya visitado.

En fin, que aunque la mona española se vista de seda, o de la repugnante capa de ignominia del zapaterismo, mona se queda.

Luis Fernando Pérez