Sunday, August 15, 2010

Recuerdos veraniegos (II)

En este ejercicio de rebobinación de la vida, cual si fuera una cinta de casette de las de antes, que me lleva a las vacaciones veraniegas de mi infancia y adolescencia, se me entrecuzan multitud de anécdotas más o menos graciosas y alguna cuasi-trágica.

Por ejemplo, tendría yo unos 11 años cuando fuimos por segundo año consecutivo a veranear a Torrevieja. Playa aparte, una de las cosas que más me gustaba de aquellos veranos era los paseos que nos dábamos por la tarde toda la familia. Aquel año se vinieron con nosotros mi abuelo y mi tía paterna, que además era mi madrina. Soltera ella, hoy vive con nosotros y, si no pasa nada raro, así será durante los últimos años de su vida. El caso es que muchos de esos días de paseo acababan en la terraza de un bar tomándonos las típicas cervezas y coca-colas con alguna ración de sardinas o patatas al ali-oli.

El año anterior habíamos descubierto un bar donde esas patatas las hacían asadas y estaban de muerte, de tal manera que yo las devoraba cual si fuera un niño malnutrido del África subsahariana. Pero al regresar doce meses después, los dueños habían cambiado y se acabaron aquellas patatas para mayor desconsuelo de todos, y sobre todo mío. Sin embargo, tenían unos caracoles deliciosos que sirvieron para que se nos pasara el enfado de la ausencia patatera. En esas estábamos cuando un día se me ocurrió hacer una gansada. Sin que mi madre y mi tía se dieran cuenta, cada vez que yo cogía un caracol y vaciaba su contenido en mi boca, en vez de dejar la cáscara en el plato destinado a las mismas, lo volvía a poner junto con al resto de camaradas gasterópodos. Entonces tanto madre como madrina empezaron a encontrarse con caracoles vacíos. Al rato se quejaron al camarero, quien se extrañó mucho de lo que ocurría. Yo, por supuesto, callado como una tumba pero con una juerga interior considerable. Finalmente, mi madre logró que nos pusieran otra ración sin cobrarla. Yo podía ser un tanto guasón, pero de tonto no tenía un pelo, así que opté por no repetir la jugada.

El problema es que cuando llegamos a casa y mi madre se puso a comentar lo ocurrido, yo ya no pude resistir y empecé a reírme cosa mala. Cuando les conté lo que había hecho, a mi padre le dio también un buen ataque de risa pero inmediatamente me dijo que tenía que volver al bar a pagar la ración de caracoles que nos había salido gratis. Eso ya no me hizo tanta gracia, aunque me armé de valor y me fui con el dinero a cumplir el mandato paterno. Gracias a Dios, el camarero se tomó a bien la bromita del nene y todo quedó en eso.

Recuerdo otras anécdotas menos gratificantes. Por ejemplo, estando en Cullera un verano fuimos bastantes días a la feria. Yo era un auténtico experto en la conducción de los coches de choque, así que disfruté como un enano tanto pegándome trompazos con el personal como evitando todo toque. Ahora bien, lo "malo" vino cuando un día mi madre se gastó unos duros en una de las tómbolas allá presentes. Hete aquí que le tocó un sobre con un gran premio. Yo estaba ilusionadísimo pensando que nos podía salir el coche teledirigido cuando, desgracias del destino, nos dieron un "set de la señorita Pepis", lleno de todo ese tipo de cosas que le encantan a las crías para vestir y maquillar a sus muñecas. Debí poner tal cara que a mi madre le entró tal ataque de risa que se le saltaron hasta las lágrimas. No me pregunte el lector dónde acabó lo de la señorita Pepis porque no me acuerdo. Supongo que se lo acabarían regalando mis padre a mi prima Sofía, pero no estoy seguro.

Acabo hoy con una anécdota "violenta". No me acuerdo bien la edad que tenía pero sí sé que estábamos en una de las playas de Valencia. No veraneábamos allá pero aquel día habíamos visitado la capital levantina para ver a unos amigos de mi padre. Tras zamparnos una buena paella en un chiringuito playero, me dediqué un rato largo a jugar con la arena. Me gustaba hacer castillos y luego me inventaba ejércitos que los asediaban y destruían a base de bolazos de arena húmeda. Cuando me cansé de conquistar imperios arenosos, fui a preguntarle a mi padre cuánto faltaba para que nos fuéramos a casa. Él pensó que le estaba preguntando cuánto faltaba para poder bañarnos -guardábamos dos horas sin meternos en el agua tras la comida para evitar cortes de digestión- y me respondió. "veinte minutos". Mi respuesta inmediata fue: "halaaaa, bestia", pensando que nos íbamos a ir enseguida sin bañarnos. Ante semejante reacción por mi parte, recibí un bofetón de esos que dejan huella. Yo jamás faltaba al respeto a mis padres y aunque aquel "bestia" me salió del alma, puedo asegurar que fue la primera y última vez que yo dije algo incorrecto de mi padre. Cuando me preguntó porqué le había dicho eso, aclaramos el malentendido y esa tarde él estuvo más cariñoso conmigo que de costumbre.

To be continued...

Luis Fernando Pérez

2 Comments:

At 4:32 AM, Blogger Maricruz said...

Gracias, LF, me has hecho disfrutar como si estuviera allí, y disculpa, pero reí hasta con lo del bofetón.

Y sabes? Ahora que me doy cuenta, ya entiendo por qué extraño estas salidas a vacacionar y es porque la casa donde viví en el campo era donde toda la parentela pasaba las vacaciones. Claro que podría contar anécdotas como las tuyas con chorreros de mis primos, tíos, amigos y abuelos. Claro que si.

Mil gracias y sigue disfrutando.

 
At 4:54 AM, Blogger Luis Fernando said...

Yo también me río recordando lo del bofetón, porque me acuerdo de lo alucinado que me quedé. Mi padre apenas me puso la mano encima. Y claro, recuerdo todas las veces en que lo hizo. De las mismas, esa fue la más "peculiar".

 

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