Friday, August 13, 2010

Recuerdos veraniegos (I)

A lo largo de mis 41 años de vida, que ya empiezan a pesar lo suyo, he disfrutado o sufrido de muy distintos tipos de vacaciones veraniegas. Durante mi infancia y adolescencia consistían básicamente en ir a la costa mediterránea con mis padres, siempre acompañados de otros familiares -sobre todo abuelos paternos- o amigos. Cullera, Torrevieja, cuando todavía no estaba invadida por chalets playeros, y Tarragona son los destinos de los que tengo una memoria más viva. Como quiera que mi padre siempre cogía el mes de julio, podíamos disfrutar de unas playas no tan masificadas como en agosto. No nos gustaba estar rodeados de sopotocientas personas que luchaban por encontrar su medio metro cuadrado para clavar la sombrilla de verano, así que tendíamos a ir prontito a la playa y a volvernos cuando llegaba la masa.

Supongo que es normal que las vacaciones sean fuente de imágenes que quedan en la retina de la memoria para siempre. En esta primera entrega de recuerdos veraniegos, hablaré de las de esos personajes que, si uno tiene la suerte de haber convivido con ellos, suelen adornar la infancia de gratos momentos: los abuelos.

Por ejemplo, ahora mismo me veo a mí mismo sentado en la parte de atrás de nuestro R-6 dándole la paliza a mi abuelo Juan durante nuestro viaje a algún lugar de la costa levantina. Como el buen hombre tenía algo de papada flácida, cada cierto tiempo yo le daba un tirón a la misma, sobre todo si veía que se amodorraba y amenazaba con echar una cabezada. ¿Y qué no decir de los toros de Osborne en las carreteras? Era ver uno y allá dirigía yo la cabeza del padre de mi padre. Me acuerdo de un viaje en que competimos para ver quién veía antes los toros.

Ya en el destino, me dedicaba buena parte del verano a jugar con él a las cartas y al dominó. Es una lástima que no hubiera pensado entonces en ello, pero si me hubiera dedicado a copiar por escrito la cantidad de ripios que salían de su boca cada vez que jugábamos, hoy tendría una colección magnífica de los mismos. Mi abuelo Juan era una enciclopedia andante del madrileñismo de pura cepa. Es más, se me crea o no, él tenía el verdadero acento chulapo, que hoy sólo existe cuando se imposta.

De Luciano, mi otro abuelo, que gracias a Dios todavía vive a sus 97 años, también tengo gratos recuerdos. Sobre todo del verano que me fui con él y mi abuela materna a Santander. Tenía yo 10 años y se dio la circunstancia de que durante los primeros 20 días nos acompañaron unos vecinos de su casa en Conde de Peñalver, que a su vez iban con una nieta de mi misma edad. No diré que me enamoré de aquella chiquilla, porque los diez años no es una edad en la que uno se enamore, pero sí que me acuerdo lo jorobado que me quedé cuando se fueron. Así que aunque aquello no fue el típico enamoramiento veraniego adolescente, me gusta recordarlo como mi primer amor. Y el caso es que ni me acuerdo de cómo se llamaba.

Decía que guardo imágenes de mi tiempo con mi abuelo materno. Las caminatas a su lado eran algo digno de tener en cuenta. No he conocido a nadie en toda mi vida al que le guste andar tanto como a él. Y aunque yo nunca he sido muy andarín, no podía sustraerme a su afición a dar largos paseos. En Santander había, y supongo que sigue habiendo, un faro al que se llegaba dejando a un lado el campo de fútbol del Sardinero -al menos yendo desde nuestro apartamento- y subiendo un camino que recuerdo un tanto empinado. Si no fuimos 3 ó 4 veces a ese faro en ese verano, no fuimos ninguna.

Con todo, lo que más recuerdo de aquel verano fue cuando mi abuelo me llevó a ver las traineras en la ría de Astilleros. Yo no sé quién disfrutó más, si el abuelo o el nieto, pero esa tarde nos la pasamos pipa viendo como vascos y cántabros competían entre sí. Por cierto, desde uno de los puentes sobre la ría se veía San Salvador, el pueblo natal del padre de mi madre. No hace falta que diga que el buen hombre dedicó bastante tiempo a explicarme cómo fueron allá sus primeros años de vida. Aquel día también escuchamos a un grupo que cantaba montañesas, alguna de las cuales resuena de vez en cuando en mi cabeza. No en vano, la mitad de mi sangre es cántabra y ya se sabe que la cabra tira al monte.

Curiosamente los bolos no estuvieron apenas presente en aquel verano. Y ya es raro porque mi abuelo tenía su casa en Madrid llena de copas de sus participaciones en torneos de ese deporte tan típico de Cantabria.

Basta por hoy. Recordar buenos tiempos es algo siempre agradable, pero al mismo tiempo me produce cierta nostalgia porque sé que ya no se volverán a producir. Vendrán otros, incluso mejores, pero serán distintos.

Luis Fernando Pérez Bustamante

2 Comments:

At 5:51 AM, Anonymous Anonymous said...

Hola Luisito (así te llamaba...) soy Evelina,de los Oreja de toda la vida, la niña que compartió contigo aquel verano en Santander... No he logrado olvidarte en todos estos años. Las pesadillas no han cesado ni una sola noche. Desde que me cantaste aquella montañesa, tu voz y tu imagen en pantalón corto taladran mi mente sin descanso. Me he enterado que años después, arreglaste aquella canción con acordes heavis. ¿Cómo puedes ser tan cruel? Veo por las fotos que la vida te ha tratado bien. No aparentas tu edad. Aunque nunca la aparentaste. Cuídate, y sal de mi cabeza. En ocasiones veo Luises...

Con Cariño:

E. O.

 
At 6:04 AM, Blogger Luis Fernando said...

E-O, te va a dar la risa, pero la abuela de la cría se llamaba Eloína. Casi, casi Evelina, je je.

 

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