Por indicación de personas que estimo mucho, y que se han sentido molestas, he preferido retirar este post sobre Rouco de Infocatólica.
Quiero que conste que la decisión final ha sido mía y sólo mía. No ha habido presiones eclesiales ni de altas jerarquías.
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Cuenta una bonita tradición eclesial que el apóstol san Pedro decidió salir de Roma para evitar el martirio por la persecución neroniana. Caminando por la Vía Apia, se encontró con Cristo que iba cargando la cruz en dirección a Roma. Entonces el apóstol le preguntó “Quo vadis, Domine?". Y el Señor le respondió: “Mi pueblo en Roma te necesita, si abandonas a mis ovejas yo iré a Roma para ser crucificado de nuevo". Ante semejante respuesta, San Pedro se dio media vuelta y
regresó a Roma donde murió como mártir.
Independientemente de la veracidad histórica del relato -históricamente es seguro que Pedro murió martirizado en Roma-, el mismo apunta a un hecho fundamental.
Todo aquel a quien le haya sido encomendado por el Señor el pastoreo de su rebaño, tiene el deber de acompañar a las ovejas y no dejarlas de lado cuando vienen dificultades. No es que el martirio haya que buscarlo “per se", pero si llega, no se puede huir del mismo.
La Iglesia en España sabe muy bien lo que es el martirio. El siglo pasado dio un ejemplo al mundo entero de su fortaleza al enfrentar una persecución brutal, como no ha conocido otra la historia del cristianismo en este continente, y quizás sólo equiparable a la de los cristeros en México. En esta tierra
murieron todo tipo de católicos, obispos, sacerdotes, religiosos, monjas, seglares y hasta jóvenes y niños por el mero hecho de ser católicos. No se produjo, que se sepa, ninguna apostasía. A quienes se les ofreció salvar la vida renunciando a Cristo, prefirieron entrar por la puerta grande de la vida eterna antes que ganarse unos cuantos años más en esta vida terrena.
Pero las circunstancias han cambiado. Hoy en España no vivimos una persecución contra la Iglesia, aunque obviamente sí contra sus valores, contra sus enseñanzas, contra sus propuestas de cara al bien común de la sociedad.
De momento no se mata ni se lleva a la cárcel a nadie por ser un católico consecuente con su fe. Ahora bien, poco a poco vamos viendo actuaciones encaminadas hacia un tipo de persecución de perfil “bajo” contra los fieles al Señor.
La objeción de conciencia ante leyes injustas es una especie en peligro de extinción en este país. Lo vemos con la asignatura Educación para la Ciudadanía, donde unos pocos centenares de padres están luchando por su derecho a que sus hijos no sean adoctrinados por el estado zapateril. Lo vemos con el caso del juez Ferrín Calamita, a quien le ha caído una sentencia alucinante por atreverse a pedir informes sobre la viabilidad de la adopción de un menor por parte de la pareja lesbiana de su madre. Lo veremos con la ley del aborto, donde parece que se puede garantizar el derecho de los médicos a no practicar abortos pero no al resto de profesionales sanitarios que son necesarios para dicha operación de asesinato de un ser inocente. Y lo vemos también en el caso de las farmacias en Andalucía que, bajo pena de multa, tienen la obligación de dispensar píldoras abortivas, no pudiendo aducir la falta de existencias. Tal hecho lo denunció hace un par de días el padre José-Fernando Rey en su recién inaugurado
blog en InfoCatólica.
Todo ello es fruto de leyes injustas. El hecho de que hayan sido aprobadas en el seno de un régimen democrático no las convierte en justas.
Asesinar a los hijos antes de nacer es una salvajada tanto si lo vota un parlamento como si lo impone el tirano más repugnante del mundo. Obligar a entregar medicamentos que buscan impedir la anidación de embriones humanos va en contra no sólo de la moral católica sino hasta del juramento hipocrático, que reza así: “De la misma manera, no daré a ninguna mujer pesarios abortivos". Eso no lo puede cambiar ninguna norma gubernamental. En definitiva, la condición de una ley no depende tanto de quién la ha promulgado como de su contenido. Y la doctrina del
magisterio de la Iglesia es siempre claro y rotundo: las leyes injustas no sólo no obligan, sino que deben ser rechazadas explícitamente.
Así lo afirmó recientemente el arzobispo de Burgos, Mons. Francisco Gil Hellín, en relación a la ley del aborto, en una contundente carta dirigida a sus fieles, titulada
“Impidamos la tiranía”. Decía don Francisco:
Es una falacia afirmar que esta ley ha sido aprobada por la mayoría del Parlamento y que éste representa a la mayoría de los ciudadanos; o decir que si el Tribunal Constitucional lo dictamina conforme, sería una desobediencia oponerse, y merecería una sanción. La falacia consiste en atribuir a políticos, jueces o ciudadanos un derecho que no tienen.
Y añadía:
Nadie tiene derecho a legislar que se puede matar a un inocente. ¿Qué sociedad subsistiría si declarase que es un derecho ciudadano matar a las personas inocentes por mayoría? En el mejor de los supuestos, se convertiría en una tiranía, contra la cual deberían reaccionar las personas rectas, según este consejo de Gandhi: “En cuanto alguien comprende que obedecer leyes injustas es contrario a su dignidad de hombre, ninguna tiranía puede dominarle”.
Si algo se le puede reprochar al arzobispo castellano es que cite más a Gandhi y a otros autores no cristianos
que a grandes santos de la Iglesia, como por ejemplo Santo Tomás de Aquino. Luis, nuestro comentarista habitual, le citó ayer en los comentarios a la noticia que ha provocado este post:
Santo Tomás de Aquino, Summa, I-IIae, q. 96:
“Respondo: Las leyes dadas por el hombre, o son justas, o son injustas. En el primer caso tienen poder de obligar en conciencia en virtud de la ley eterna, de la que se derivan, según aquello de Prov 8,15: Por mí reinan los reyes y los legisladores determinan lo que es justo. Ahora bien, las leyes deben ser justas por razón del fin, es decir, porque se ordenan al bien común; por razón del autor, esto es, porque no exceden los poderes de quien las instituye, y por razón de la forma, o sea, porque distribuyen las cargas entre los súbditos con igualdad proporcional y en función del bien común. Pues el individuo humano es parte de la sociedad, y, por lo tanto, pertenece a ella en lo que es y en lo que tiene, de la misma manera que la parte, en cuanto tal, pertenece al todo. De hecho vemos que también la naturaleza arriesga la parte para salvar el todo. Por eso estas leyes que reparten las cargas proporcionalmente son justas, obligan en conciencia y son verdaderamente legales.
A su vez, las leyes pueden ser injustas de dos maneras. En primer lugar, porque se oponen al bien humano, al quebrantar cualquiera de las tres condiciones señaladas: bien sea la del fin, como cuando el gobernante impone a los súbditos leyes onerosas, que no miran a la utilidad común, sino más bien al propio interés y prestigio; ya sea la del autor, como cuando el gobernante promulga una ley que sobrepasa los poderes que tiene encomendados; ya sea la de la forma, como cuando las cargas se imponen a los ciudadanos de manera desigual, aunque sea mirando al bien común. Tales disposiciones tienen más de violencia que de ley. Porque, como dice San Agustín en I De lib. arb.: La ley, si no es justa, no parece que sea ley. Por lo cual, tales leyes no obligan en el foro de la conciencia, a no ser que se trate de evitar el escándalo o el desorden, pues para esto el ciudadano está obligado a ceder de su derecho, según aquello de Mt 5,40.41: Al que te requiera para una milla, acompáñale dos; y si alguien te quita la túnica, dale también el manto.
En segundo lugar, las leyes pueden ser injustas porque se oponen al bien divino, como las leyes de los tiranos que inducen a la idolatría o a cualquier otra cosa contraria a la ley divina. Y tales leyes nunca es lícito cumplirlas, porque, como se dice en Act 5,29: Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres.
Lo que escribió el Aquinate
forma parte de la doctrina católica refrendada por magisterio eclesial anterior y posterior a él. Es más, yo diría que forma parte del sentido común.
Pues bien, hete aquí que al presidente de la Conferencia Episcopal Española, al cardenal y arzobispo de Madrid, S.E.R D. Antonio María Rouco Varela, no se le ocurrió mejor cosa que
responder lo siguiente a la pregunta sobre la actitud de algunos presidentes autonómicos del PP que amagaron con no cumplir la nueva Ley del aborto mientras el Tribunal Constitucional no se pronunciara sobre la misma:
“Una cosa es el principio de separación entre la vida pública y la vida privada y otra distinta las responsabilidades morales y éticas que tiene un gobernante en relación con la ley vigente. En un sistema jurídico como el nuestro, tiene que aplicarla, y si no la aplica tendrá que renunciar a su cargo. Hay que aplicarlo a las situaciones concretas, porque para un gobernante es una obligación, tiene la obligación del sistema jurídico vigente en una democracia de cumplir la ley. No está por encima de la ley. Otra cosa es qué hace con su conciencia ante una ley que es injusta. Eso es un problema que habría que ver en cada caso cómo se resuelve".
O sea, para el cardenal Rouco,
si eres un gobernante católico y te encuentras con una ley injusta -¿la hay más injusta que la del aborto?-,
tú de momento tienes que cumplir la ley. Y si no, dimites. Primero cumples la ley y luego ya te las apañarás con tu conciencia, si puedes.
Tomando el ejemplo de otro de los comentaristas a la noticia, siguiendo el argumento del cardenal, un alcalde católico en la Alemania de Hitler -que llegó al poder ganando en las urnas-
debería haber colaborado en la búsqueda y deportación de judíos porque la ley así lo ordenaba. Y si no, renunciar a su cargo.
¿De verdad es consciente Su Excelencia Reverendísima de lo que ha dicho?
¿desde cuándo un príncipe de la Iglesia pone por delante, o al mismo nivel, su condición de jurista a su condición de pastor de los fieles? ¿en qué lugar deja a los poquísimos políticos católicos de este país que quieran dar testimonio de su oposición radical a las leyes injustas que provocan muertes inocentes? ¿la opción que les queda es dimitir?
Por supuesto el cardenal condena el aborto. Eso nadie lo duda. Pero ya sí dudamos si para don Antonio María está antes la objeción de conciencia al cumplimiento de leyes injustas. O si para él, la consecuencia lógica de dicha objeción es abandonar la profesión. Porque digo yo que
lo que dice el presidente de los obispos españoles de los políticos, se puede decir de médicos, profesores, farmacéuticos, jueces, fiscales, etc. Si un farmacéutico no quiere dispensar píldoras abortivas, que cierre el negocio. Antes está el cumplimiento de la ley. Si un profesor se niega a dar la asignatura de la EpC de acuerdo a contenidos de dudosa validez moral, que abandone el magisterio. Antes está el cumplimiento de la ley. Y si a una enfermera le obligan a participar en un aborto, que deje de ser enfermera. Antes está el cumplimiento de la ley. O sea, volvamos a las catacumbas. Conste que esa es una opción legítima. Ahora bien, ¿es la que quiere la Iglesia para hoy? ¿no es mejor plantar cara a la ley injusta? ¿no es mejor negarse a cumplirla y que luego sea el sistema lo que decide hacer con nosotros? ¿le vamos a facilitar la labor a los que nos quieren expulsar de la vida pública largándonos nosotros mismos?
Aunque es evidente que hay una contradicción entre lo dicho ayer por el cardenal Rouco y lo escrito días atrás por el arzobispo de Valladolid y por otros obispos y papas a lo largo de la historia, no se piensen ustedes que esto es casual. La actitud de buena parte del episcopado español ante determinadas leyes injustas emanadas del actual sistema democrático ha sido, como poco, chocante. Por ejemplo,
los mismos obispos que clamaban contra la EpC y apoyaban a los padres objetores, luego permitían que la asignatura se diera en sus colegios diocesanos. Los mismos obispos que advertían a los políticos católicos de que si votaban a favor de la ley del aborto no podían comulgar, miraban para otro lado ante la pregunta de cuál era la actitud que el Rey debía de tomar ante dicha ley. Hoy ya sabemos lo que piensa el cardenal Rouco sobre ese tema. El Rey debía firmar o renunciar. Pero por encima de todo, firmar. Luego ya se las verá con su conciencia.
Llevo tiempo diciendo que
el actual sistema democrático no puede merecer otra cosa que la condena más firme por parte de la Iglesia. Es semilla y fuente de leyes criminales e injustas. Y un pastor de almas tiene como obligación primera la denuncia de la injusticia y la exhortación a combatir el mal. No a someterse al mismo.
No necesitamos pastores que nos digan en qué consiste la ley de los hombres.
Necesitamos pastores que nos recuerden cuál es la ley de Dios. Y si no, que se dediquen a dar clases en universidades y no a poner sus conocimientos y sabiduría al servicio de un sistema que produce más de cien mil muertes de inocentes al año en España.
Ya está bien de apelar a una Constitución que se ha convertido en una ramera maltratada por los gobernantes. Esta Constitución no nos vale a los cristianos. Con ella llevamos más de un millón de niños asesinados antes de nacer. Con ella, ya lo verán, se admitirá que se llame matrimonio a lo que no es matrimonio. Con ella se admite que se llame nación a una región española. Señores obispos, dejen ya de sacralizar lo que ya es un instrumento de iniquidad (Don Marcelo -cardenal-, Mons. Guerra Campos y otros pocos obispos tenían razón). Sean valientes y firmes de una vez por todas, que mejor es ser ridiculizado y perseguido por decir la verdad que convertirse en cómplice de la iniquidad.
Hoy no es San Pedro quien pregunta al Señor a dónde va con la cruz camino de Roma. Hoy es el Señor quien pregunta al cardenal Rouco: “Quo Vadis, Antonio María?".
Ojalá el cardenal rectifique y reconozca que ayer cometió un error. De sabios es rectificar. Y si se es pastor de la Iglesia, con mayor razón. No es una opción. Es su deber.
Luis Fernando Pérez