Se nos muere el Lolo
Hoy han ingresado al abuelo de mi esposa Lidia en el hospital. Tiene una neumonía y eso, a sus 94 años, puede significar el fin de su peregrinar por este valle de lágrimas.
No debió ser fácil su vida. El único varón entre muchas hermanas, nació y pasó su infancia en un pueblecito rural de Los Monegros oscenses, una tierra que no se caracteriza precisamente por su facilidad en dar cosechas abundantes ya que es una de las más áridas de toda España. Como a todos los de su generación le tocó en desgracia vivir la Guerra Civil española. Sirvió en el bando republicano supongo que porque le tocó en esa zona y por lo que creo recordar de las pocas veces que este tema ha sido objeto de comentario en la familia, no disparó un solo tiro en toda la guerra ya que su labor era de chófer de un oficial del ejército rojo. El caso es que una vez finalizada la guerra se casó con una linda mujer y se establecieron en Barcelona. Parecía que transcurriría todo lo apaciblemente que se podía esperar en la España de la posguerra pero el destino tenía la intención de no permitir que la felicidad perdurara por mucho tiempo en aquel hogar. Allá nació su primer hijo, mi actual suegro, al que pusieron por nombre Víctor, como su padre; al poco tiempo se trasladaron a vivir a Madrid. Ya en la capital de España nació una segunda hija pero muy prematuramente. En aquella época los niños prematuros tenían muy pocas posibilidades de sobrevivir. Me han dicho que tuvieron a la niña en una caja de zapatos y entre algodones pero la criatura no sabía alimentarse del pecho de su madre y acabó muriendo a los pocos días. Aquél no iba a ser el único palo que la vida le tenía reservado. A los pocos años su esposa enfermó de leucemia y ante la total incapacidad de la medicina de entonces para curar una enfermedad tan grave, la buena mujer se fue apagando poco a poco hasta que el Señor decidió llevársela de este mundo. Viudo joven y con un hijo de ocho años, me imagino que el panorama existencial de este hombre debía ser desolador. Mi suegro pasó entonces a vivir en casa de su tía paterna donde vivió como uno más entre sus primos. Muchas veces he pensado que algunos rasgos de la personalidad del padre de mi esposa se forjaron tras aquella tragedia pero no creo que este sea el momento de hablar de ello. Pasaron los años y, ley de vida, el niño creció, se ennovió y se casó con una muchacha del barrio madrileño conocido como Puente de Vallecas. Ella era unos pocos años más joven que él. El hogar familiar era la misma casa en la que vivía el Lolo y su esposa desde que se vinieron a Madrid, en la conocida como Plaza Vieja del barrio vallecano. Otra vez parecía que todo iba viento en popa cuando mi suegra se quedó embarazada. Debido a un aumento de la presión sanguínea provocado por el embarazo, los médicos se vieron obligados a adelantar el parto cuando la gestación no llegaba todavía a las 28 semanas. Nació Lidia, mi esposa, pesando poco más de un kilogramo. Hoy hay muchas posibilidades de supervivencia para partos tan prematuros pero aquello era el año 1968. Además del disgusto para los padres de la niña es fácil imaginar lo que aquello supuso para el abuelo de la criatura. La pesadilla que le tocó vivir con su hija volvía a presentarse con toda su crudeza con su primera nieta. Pero esta vez los planes de Dios eran diferentes y esa niña sobrevivió. A los tres años nació el segundo hijo del matrimonio, un varón, y aunque también fue algo prematuro, el niño estaba ya completamente formado y bien de peso.
Las circunstancias del nacimiento de Lidia hicieron que su abuelo se volcara completamente con ella. El cariño entre ambos ha sido siempre muy especial, más del normal que suele haber entre abuelos y nietos. Incluso tengo la sensación de que tal hecho produjo algo de celos en ese hogar pero tampoco quiero extenderme sobre la cuestión. El caso es que, de nuevo ley de vida, la nena creció y se hizo una mujercita. Y cuando contaba unos 17 años conoció a éste que escribe estas letras. Tras un noviazgo ciertamente azaroso Lidia y yo nos casamos cuando ella ya estaba embarazada de nuestro primer hijo, José Luis. Yo siempre mantuve una relación correcta con el Lolo. Siendo novio de Lidia no hablé mucho con él pero creo que para él era razón más que suficiente el amor que su nieta tenía hacia mí para aceptarme. No se me olvidará nunca el día en que él vio por primera vez a su bisnieto, nuestro primogénito. El buen hombre se emocionó y a mí me hizo emocionarme aunque supe ocultarlo. Han pasado ya casi 16 años desde aquello, pero sé que es uno de esos recuerdos que me acompañarán hasta la tumba si antes el Señor no dispone que mi memoria me juegue malas pasadas. En todos estos años mi relación con el Lolo no ha sido muy intensa en lo afectivo debido en buena medida a mi poca facilidad para expresar emociones, pero su figura ha ido creciendo en mi corazón y sé que le voy a echar mucho de menos cuando parta el encuentro con su esposa, su hijita y mi Señor. Siempre le he respetado y creo que jamás ha salido de mi boca palabra un reproche hacia su persona, cosa que desgraciadamente no pueden decir todos en su familia. Es más, él me ha enseñado, quizás sin saberlo, cómo se ha de vivir siendo anciano. He visto lo bueno y lo malo de la vejez. Lo bueno, esa alegría casi infantil al ver a su nieta y sus bisnietos tras largos días de ausencia. Lo malo, ese amargor de espíritu fruto de un trato no siempre respetuoso por parte de personas que algún día también llegarán a la vejez. Eso sí, siempre lo ha llevado con mucha dignidad. No entraré en detalles pero sí puedo decir que este hombre me ha enseñado la importancia del mandamiento de honrar al padre y la madre, especialmente cuando son ancianos. Por desgracia mis padres ya han muerto así que no tengo oportunidad de poner en práctica lo que he aprendido, aunque espero poder transmitírselo a mis hijos.
Pero, a menos que Dios nos quiera regalar algunos meses más de su presencia entre nosotros, es probable que haya llegado el momento de la partida, de la separación. Sé que a mi esposa se le va a ir uno de los pilares de su vida. Voy a sufrir mucho por ella, por su dolor. Sé que ésta es una circunstancia que le llega en un momento de su vida especialmente difícil y, para qué voy a negarlo, tengo miedo. Y también yo mismo sufriré la separación del Lolo. Me anticipo ya y pido al Señor que me ayude a ser hombro en el que Lidia y los niños puedan llorar la ausencia de este ser tan querido y al mismo tiempo le pido consuelo para mi alma. Como cristiano sé que la muerte es sólo un paso hacia la eternidad con Dios para los que morimos en su gracia y sé que el Lolo ha sido un buen cristiano que llevaba a sus nietos y bisnietos a misa hasta que le fallaron las fuerzas. Pero aun así mi alma llora porque sé que un referente importante de mi vida dejará de estar ahí, donde siempre ha estado desde que le conocí.
Quiera Dios apiadarse de todos nosotros
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